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Domina tu lengua: un llamado a rendir nuestras palabras al Señor

El poder que llevamos en la boca

“La muerte y la vida están en poder de la lengua” (Proverbios 18:21). Pocas cosas en la vida tienen tanta influencia como las palabras. Con ellas podemos animar o destruir, sanar o herir, bendecir o maldecir. La Escritura es clara: nuestras palabras no son neutras. “La lengua apacible es árbol de vida; mas la perversidad de ella es quebrantamiento de espíritu” (Proverbios 15:4).

Desde los primeros versículos de Santiago 3, Dios nos recuerda que nuestra lengua refleja el estado de nuestro corazón. Lo que decimos no surge del aire: surge de lo que abunda dentro de nosotros. Por eso, el salmista oraba: “Sean gratos los dichos de mi boca y la meditación de mi corazón delante de ti, oh Jehová, roca mía, y redentor mío” (Salmo 19:14).

Santiago nos confronta con una verdad sencilla pero profunda: lo que hablamos importa. No se trata de “declarar” o “proclamar” realidades, sino de reconocer que nuestras palabras dejan huellas. Podemos edificar o destruir con lo que decimos. Y si queremos vivir una fe auténtica, necesitamos rendir nuestra lengua al Señor.

Rinde tu lengua al Señor, especialmente si deseas servir

Santiago comienza con una advertencia seria: “Hermanos míos, no os hagáis maestros muchos de vosotros, sabiendo que recibiremos mayor condenación”. Es una frase pastoral, tierna, pero también firme. Enseñar la Palabra de Dios es un honor inmenso, pero también una gran responsabilidad.

Santiago no dice simplemente “no sean maestros”, sino “no se hagan maestros”. En otras palabras, no se pongan ustedes mismos en lugares de autoridad espiritual si Dios no los ha llamado. El apóstol Pablo reconocía que fue el Señor quien lo colocó en el ministerio: “Doy gracias al que me fortaleció, a Cristo Jesús nuestro Señor, porque me tuvo por fiel, poniéndome en el ministerio” (1 Timoteo 1:12).

Servir enseñando la Palabra exige una lengua rendida a Dios. El maestro, el pastor, el líder, debe recordar que “recibirá mayor condenación” si su enseñanza no es fiel a la verdad divina. Un solo error doctrinal, una palabra mal usada, puede causar un daño profundo. Por eso Pablo exhorta: “Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina” (1 Timoteo 4:16).

Santiago agrega: “Porque todos ofendemos muchas veces”. Nadie está exento de fallar con lo que dice. Pero quien ha aprendido a refrenar su lengua muestra madurez espiritual: “Si alguno no ofende en palabra, éste es varón perfecto, capaz también de refrenar todo el cuerpo”. El dominio de la lengua revela un corazón gobernado por el Espíritu.

Un creyente maduro no es aquel que sabe mucho, sino aquel que ha aprendido a callar cuando debe, hablar con verdad y hacerlo con amor. Si aspiramos a servir, debemos primero rendir nuestra lengua al Señor. Porque una lengua sin dominio espiritual puede arruinar vidas, ministerios y comunidades enteras.

Rinde tu lengua al Señor, y no subestimes su poder

Santiago usa tres imágenes para ilustrar el poder de la lengua: el freno del caballo, el timón del barco y una chispa que enciende un gran incendio.

El freno, aunque pequeño, controla un animal enorme. El timón, diminuto en comparación con la nave, dirige su rumbo incluso en medio de vientos impetuosos. Y una chispa, apenas visible, puede desatar un fuego que consuma bosques enteros.

Así también es la lengua: pequeña, pero poderosa. Con ella podemos mover corazones hacia el bien o hacia el mal. Con ella podemos consolar al abatido o destruir reputaciones. Puede inspirar fe o sembrar desconfianza y odio. “He aquí, ¡cuán grande bosque enciende un pequeño fuego!”, exclama Santiago.

¿Cuántas veces una palabra “inocente” ha herido profundamente a alguien? ¿Cuántas veces un comentario “sincero” ha provocado división? El texto nos llama a no subestimar el efecto de nuestras palabras. Cada frase tiene peso, cada comentario deja huella.

Una pequeña frase puede encender una discusión, destruir una relación o afectar el testimonio de Cristo en nosotros. Por eso debemos aprender a poner freno a la lengua. No se trata de callar por miedo, sino de hablar con sabiduría. Como dice Proverbios 15:1, “La blanda respuesta quita la ira; mas la palabra áspera hace subir el furor”.

Rendir la lengua al Señor significa reconocer que no somos dueños de nuestras palabras, sino administradores de ellas. Cada vez que abrimos la boca, representamos al Dios que habita en nosotros.

Rinde tu lengua al Señor, o terminará sirviendo a Satanás

Santiago continúa: “La lengua es un fuego, un mundo de maldad… contamina todo el cuerpo… y ella misma es inflamada por el infierno.” Es una descripción fuerte, pero realista. La lengua puede convertirse en una herramienta del enemigo cuando no está bajo el control del Espíritu Santo.

Podemos domar animales, construir máquinas, dominar la naturaleza, pero “ningún hombre puede domar la lengua”. Sin la ayuda de Dios, la lengua se convierte en un mal que no puede ser refrenado, llena de veneno mortal.

Cada vez que nuestras palabras destruyen, desaniman o mienten, estamos colaborando —aunque inconscientemente— con los propósitos del enemigo. Recordemos: Satanás es llamado “el padre de mentira” (Juan 8:44). Cuando hablamos sin verdad o sin amor, nos alejamos del carácter de Cristo y nos acercamos al del adversario.

Rendir la lengua al Señor implica una rendición más profunda: rendir el corazón. Porque la lengua no es el problema en sí; es el instrumento. Jesús lo dijo con claridad: “De la abundancia del corazón habla la boca” (Mateo 12:34). Si el corazón está lleno de resentimiento, orgullo o amargura, eso será lo que saldrá por nuestra boca.

Por eso necesitamos la transformación que sólo el Evangelio puede producir. Un corazón rendido a Cristo será una fuente de palabras que sanan, edifican y glorifican al Señor.

Rinde tu lengua al Señor, y sé coherente con tu fe

Santiago cierra el pasaje con una advertencia contra la hipocresía: “Con ella bendecimos al Dios y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, que están hechos a la semejanza de Dios… Hermanos míos, esto no debe ser así”.

La misma boca que canta alabanzas el domingo no puede ser la que critica, hiere o murmura el lunes. Es una contradicción espiritual. Bendecir a Dios y maldecir al prójimo son actos incompatibles.

Santiago usa dos imágenes simples para explicarlo: una fuente no puede dar agua dulce y amarga al mismo tiempo, y una higuera no puede producir aceitunas. En otras palabras, lo que sale de nuestra boca revela la fuente interior.

Si Cristo reina en nuestro corazón, nuestras palabras deben reflejar su gracia. Si en cambio nuestras palabras están llenas de enojo, sarcasmo o desprecio, debemos examinar lo que está ocurriendo en nuestro interior.

El cristiano coherente no es perfecto, pero es consciente. Antes de hablar, se detiene y se pregunta: “¿Esto edifica? ¿Esto glorifica a Cristo?” Una lengua rendida al Señor se usa para animar, exhortar, guiar y consolar. Es una lengua que refleja el amor de Dios incluso en las conversaciones más difíciles.

Cuando la lengua se convierte en medicina

El libro de Proverbios dice: “Hay hombres cuyas palabras son como golpes de espada; mas la lengua de los sabios es medicina” (Proverbios 12:18). ¡Qué imagen poderosa! Con nuestras palabras podemos herir como espadas o sanar como medicina.

La solución no está en esforzarnos más, sino en rendirnos más. No podemos controlar la lengua en nuestras fuerzas, pero sí podemos pedir al Espíritu Santo que nos transforme desde adentro.

  • Rendir nuestra lengua al Señor significa:
  • Reconocer que no podemos domarla solos.
  • Pedir diariamente la ayuda del Espíritu Santo.
  • Llenar el corazón con la Palabra de Dios.
  • Evaluar lo que decimos antes de hablar.
  • Confesar y pedir perdón cuando fallamos.

Si nuestras palabras reflejan a Cristo, también nuestro testimonio lo hará. Que nuestra oración diaria sea:
“Sean gratos los dichos de mi boca y la meditación de mi corazón delante de ti, oh Jehová, roca mía y redentor mío” (Salmo 19:14).

En un mundo donde las palabras abundan, Dios nos llama a hablar diferente: con verdad, con amor y con gracia. Que nuestras bocas sean instrumentos de vida, y no de destrucción. Que cada palabra que pronunciemos dirija los ojos de quienes nos escuchan hacia Jesús, el Señor de nuestra lengua y de nuestro corazón.

 

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