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El pecado que todos excusamos y que Dios condena: la murmuración”

“Hermanos, no murmuréis los unos de los otros. El que murmura del hermano y juzga a su hermano, murmura de la ley y juzga a la ley; pero si tú juzgas a la ley, no eres hacedor de la ley, sino juez. Uno solo es el dador de la ley, que puede salvar y perder; pero tú, ¿quién eres para que juzgues a otro?”

Santiago 4:11-12

Un mandamiento urgente y necesario

«Hermanos, no murmuren los unos de los otros…» (Santiago 4:11).
Con estas palabras, Santiago lanza una advertencia que parece simple, pero que apunta al corazón mismo de muchos conflictos personales y eclesiales: la murmuración.

En este pasaje (Santiago 4:11–12), el apóstol ofrece tres poderosos argumentos para rechazar la costumbre —tan común como dañina— de hablar mal de los demás. No se trata de una mera cuestión de buenos modales o de evitar chismes. La murmuración, según Santiago, es un pecado que revela orgullo, hiere al prójimo, deshonra la ley de Dios y hasta se coloca en abierta oposición a Dios mismo.

Este llamado se relaciona con lo que Santiago viene desarrollando en su carta: la lucha contra la soberbia (4:6), la importancia del amor al prójimo como cumplimiento de la “ley real” (2:8), el contraste entre la sabiduría de lo alto y la sabiduría mundana (3:13–18), y la gravedad del uso irresponsable de la lengua (3:1–12). Todo converge en esta advertencia clara: no murmures.

Veamos ahora los tres argumentos que Santiago desarrolla para enseñarnos por qué debemos rechazar toda forma de murmuración.

No murmures, porque estás hablando contra tu hermano

La primera razón que da Santiago es sencilla: cuando murmuramos, no hablamos de cualquier persona. Hablamos de un hermano. Y un hermano merece amor, cuidado y respeto.

La palabra usada aquí para murmurar —del griego καταλαλέω (katalaleo)— puede traducirse como calumniar, denigrar o difamar. Es hablar mal de alguien con la intención de disminuirlo, desvalorizarlo o simplemente expresar un juicio negativo sin amor ni edificación.

Tres formas comunes de murmurar:

Mentir sobre alguien. Dar falso testimonio, exagerar, distorsionar o esconder parte de la verdad es una forma clara de murmuración.
Hablar mal en ausencia de la persona. Aunque lo que digamos sea “cierto”, si no lo decimos a quien corresponde (Mateo 18), estamos hablando fuera de lugar.
Criticar a líderes sin fundamento. La Biblia reconoce la imperfección de los líderes, pero también llama a honrarlos (Hebreos 13:17). Rebelarse contra ellos con críticas constantes es una forma de murmuración.

Santiago llama “hermanos” a sus lectores. Lo hace con afecto, incluso después de haber sido severo con ellos. Y es que esa es la clave: cuando hablamos mal de otro creyente, hablamos mal de un hermano. Un hijo de Dios como vos. Un miembro del cuerpo de Cristo.

¿Cómo vamos a usar nuestras palabras para dañar a quienes el Señor nos manda amar, cuidar y edificar?

Recordá esto:

«Considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras» (Hebreos 10:24).

«Desechando la mentira, hablad verdad cada uno con su prójimo; porque somos miembros los unos de los otros» (Efesios 4:25).

Si somos miembros del mismo cuerpo… ¿cómo vamos a dañarnos con palabras?

No murmures, porque te ponés por encima de la ley de Dios

Santiago sigue:

«El que murmura del hermano y juzga a su hermano, murmura de la ley y juzga a la ley» (4:11b).

Cuando criticás destructivamente a alguien, no solo juzgás a esa persona. También estás desobedeciendo el mandamiento del amor y, por ende, te estás colocando por encima de la ley de Dios.

¿Cuál ley?

La ley del amor: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Santiago 2:8).
Cuando elegimos no amar, cuando optamos por el juicio y la crítica en vez del perdón y la misericordia, estamos diciendo (aunque no lo digamos con palabras): “Yo sé más que Dios. Yo tengo razones válidas para no obedecer este mandamiento.”

Ese juicio, además, suele ser hipócrita. Jesús lo denunció en Mateo 7:1–5:

«¿Por qué mirás la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echás de ver la viga que está en el tuyo?».

Jesús no prohíbe discernir el pecado en otros, pero sí condena el juicio superficial, duro, sin misericordia y sin amor. En Juan 7:24 lo aclara:

«No juzguéis según las apariencias, sino juzgad con justo juicio».

La iglesia necesita corrección y disciplina cuando hay pecado. Pero eso debe hacerse con amor, humildad y el deseo de restaurar, no de destruir.

En resumen:

Cuando murmuro y juzgo desde el orgullo, dejo de ser “hacedor de la ley” y me convierto en “juez”. Y eso es exactamente lo opuesto a lo que enseña el evangelio.

No murmures, porque usurpás el lugar de Dios

El argumento final de Santiago es contundente:

«Uno solo es el dador de la ley, que puede salvar y perder; pero tú, ¿quién eres para que juzgues a otro?» (Santiago 4:12)

Cuando murmuramos y juzgamos con dureza, nos estamos sentando en el trono de Dios. Estamos asumiendo un rol que no nos corresponde: el de juez supremo.

Solo Dios tiene la autoridad, sabiduría y justicia necesarias para juzgar. Solo Él puede ver el corazón. Solo Él puede condenar o salvar. Nosotros no.

Cuando criticamos a un hermano con dureza o desprecio, estamos ignorando nuestra propia necesidad de gracia. Estamos olvidando que nosotros también somos pecadores, también necesitamos el perdón y también hemos sido salvados por gracia, no por mérito.

Y si Dios decidió extender su gracia a alguien, ¿cómo me voy a atrever yo a despreciarlo?

¿Entonces no debo decir nada cuando veo pecado?

Claro que sí. Pero hay una gran diferencia entre murmurar y confrontar con amor. Santiago mismo lo dice más adelante:

«El que haga volver al pecador del error de su camino, salvará de muerte un alma y cubrirá multitud de pecados» (5:20).

La confrontación bíblica es un acto de amor. Se hace cara a cara, con mansedumbre, con el objetivo de restaurar. Nunca con burla, enojo o desprecio.

El evangelio cambia nuestras palabras

La murmuración no es una simple falla social. Es un pecado que atenta contra nuestros hermanos, desprecia la ley de Dios y desafía su autoridad.

El evangelio de Cristo nos ofrece una salida: la gracia. Esa gracia que nos salvó, nos transforma. Nos da un corazón nuevo, una boca nueva, y una misión nueva: edificar, amar, restaurar, servir.

«Si Dios envió a su propio Hijo para perdonarnos… ¿quiénes somos nosotros para no amar a nuestros hermanos?»

Aplicaciones prácticas

1. Revisá tus conversaciones.
¿Con qué frecuencia hablás de otros? ¿Tus palabras construyen o destruyen?

2. Orá por tu lengua.
Usá el Salmo 141:3: «Pon guarda a mi boca, oh Jehová; guarda la puerta de mis labios.»

3. Actuá con valentía y amor.
Si tenés algo que decir, decíselo directamente a la persona, no a otros. Mateo 18 es la guía.

4. Pedí perdón.
Si murmuraste, humillate. Pedí perdón. Restaurá lo dañado. Eso es madurez espiritual.

5. Apoyá a tus líderes.
En vez de criticarlos, orá por ellos, animá, buscá entender. Son humanos y necesitan tu apoyo.

6. Creá una cultura de gracia.
No alimentes conversaciones dañinas. Redirigí las charlas hacia lo que edifica.

7. Recordá el evangelio.
Cada vez que tengas ganas de criticar, recordá: Cristo nos perdonó sin que lo mereciéramos. Que esa gracia gobierne tu hablar.

 

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