Artículo

Mirar a las personas con los ojos del Señor

Introducción

¿Qué ven nuestros ojos cuando miramos a las personas?
¿Vemos lo que Dios ve, o lo que el mundo valora?

Esta pregunta atraviesa todo el pasaje de Santiago 2:1–13, donde el apóstol nos confronta con una verdad profunda: la fe en Cristo no es compatible con el favoritismo. No podemos decir que creemos en un Señor que se hizo pobre por amor, y al mismo tiempo tratar a los demás según apariencias, estatus o conveniencia.

Jesús mismo nos enseñó a verlo a Él en el rostro del necesitado. En Mateo 25:40 dijo:

“De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis.”

Mirar con los ojos de Cristo significa ver más allá de la superficie; significa reconocer el valor eterno que cada persona tiene delante de Dios. Cuando discriminamos o hacemos acepción de personas, dejamos de mirar como Dios mira y comenzamos a ver como el mundo ve.

Santiago abre su exhortación con ternura pastoral:

“Hermanos míos, que vuestra fe en nuestro glorioso Señor Jesucristo sea sin acepción de personas.” (Santiago 2:1)

Con este llamado, nos invita a examinar nuestro corazón y nuestra mirada.
A lo largo del pasaje, aprendemos tres verdades que nos muestran por qué el favoritismo contradice el evangelio: porque Dios no hace acepción de personas, porque actuar así es ir contra Su voluntad, y porque amar con favoritismo es quebrantar la ley del amor.

 

Dios no hace acepción de personas, y nosotros tampoco debemos hacerlo

La fe en nuestro glorioso Señor Jesucristo no puede convivir con la discriminación. Santiago utiliza la palabra “acepción de personas” —literalmente, “tomar en cuenta el rostro”— para describir una actitud que juzga según apariencias. Es mirar y valorar a las personas con los criterios del mundo, no con los de Dios.

La Biblia es clara en afirmar que Dios no hace distinciones.

“Porque Jehová vuestro Dios es Dios de dioses y Señor de señores, Dios grande, poderoso y temible, que no hace acepción de personas.” (Deuteronomio 10:17)
“Porque no hay acepción de personas para con Dios.” (Romanos 2:11)

El mismo Jesús fue reconocido por sus enemigos como alguien que “no mira la apariencia de los hombres” (Mateo 22:16).
Él trataba con igual ternura a un leproso como a un líder religioso, con la misma compasión a un publicano como a una mujer samaritana. Jesús no veía clases, veía corazones. No veía méritos, veía necesidad.

Jesús trataba con igual ternura a un leproso como a un líder religioso, con la misma compasión a un publicano como a una mujer samaritana. Jesús no veía clases, veía corazones. No veía méritos, veía necesidad.

Santiago ilustra este principio con una escena que bien podría suceder en cualquier iglesia: entra un hombre con ropa elegante y un anillo de oro, y también entra un pobre vestido con harapos. Si a uno se le ofrece el mejor asiento y al otro se le ignora o se le deja de pie, ¿no se revela allí una mirada parcial, una fe contaminada?

Cuando actuamos así, dice Santiago, nos convertimos en “jueces con malos pensamientos” (v. 4).
Juzgar con malos pensamientos es valorar con criterios distorsionados, es usar los ojos del mundo en lugar de los de Cristo. Pero en el cuerpo de Cristo, todos tenemos el mismo valor.

“Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, varón ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús.” (Gálatas 3:28)

Delante de la cruz, el suelo es plano. No hay lugares preferenciales, porque todos llegamos allí necesitados de la misma gracia.

Hacer acepción de personas es actuar contra la voluntad de Dios

Santiago continúa con su razonamiento, diciendo:

“¿No ha elegido Dios a los pobres de este mundo para que sean ricos en fe y herederos del reino que ha prometido a los que le aman?” (v. 5)

Dios, en su soberanía, ha escogido a los pobres —no porque haya virtud en la pobreza, sino porque el corazón necesitado está más dispuesto a recibir. Los pobres saben que nada tienen, y por eso pueden confiar plenamente en Dios. En cambio, el corazón que se aferra a sus riquezas tiende a cerrarse al Reino.

El apóstol Pablo lo expresa así:

“Lo necio del mundo escogió Dios para avergonzar a los sabios… y lo débil del mundo escogió Dios para avergonzar a lo fuerte.” (1 Corintios 1:27)

Dios no elige como el mundo elige. Su mirada se posa sobre los humildes, los despreciados, los que tiemblan ante Su palabra (Isaías 66:2).

Pero la congregación a la que escribe Santiago había hecho todo lo contrario: habían deshonrado al pobre y honrado al rico. Habían mostrado deferencia hacia quienes los oprimían y despreciado a quienes Dios honraba con su compasión. ¡Qué contradicción tan profunda!

El favoritismo, entonces, no solo es una injusticia social: es una rebelión espiritual. Es poner nuestros valores por encima de los valores de Dios. Es mirar con admiración lo que Dios desaprueba, y con desprecio lo que Él ama.

Cuando actuamos así, terminamos caminando en dirección opuesta a la voluntad divina. Dejamos de reflejar Su corazón y comenzamos a reflejar los criterios del mundo. Y como bien advierte Santiago, al hacerlo “afrentamos al pobre” (v. 6) y terminamos negando, con nuestras actitudes, el evangelio que confesamos con nuestros labios.

El favoritismo en la iglesia —o en cualquier ámbito de la vida cristiana— revela que nuestra mirada necesita ser purificada. Dios nos llama a mirar como Él mira: con misericordia, con justicia, con verdad.

 

Hacer acepción de personas es quebrantar la ley del amor

Santiago da un paso más: el favoritismo no solo es incoherente con la fe, también es pecado.

“Si en verdad cumplís la ley real, conforme a la Escritura: Amarás a tu prójimo como a ti mismo, bien hacéis; pero si hacéis acepción de personas, cometéis pecado.” (vv. 8–9)

La “ley real” —la ley del Rey— es el mandamiento del amor. Jesús lo resumió así:

“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón… y a tu prójimo como a ti mismo.” (Mateo 22:37, 39)

El favoritismo rompe este mandamiento, porque el amor verdadero no selecciona a quién amar. Quien ama con condiciones, ama con medida. Pero el amor de Dios —el amor que hemos recibido en Cristo— es incondicional.
Si hemos experimentado esa gracia, no podemos dejar de extenderla.

Quien ama con condiciones, ama con medida. Pero el amor de Dios —el amor que hemos recibido en Cristo— es incondicional.

Santiago añade una advertencia solemne:

“Porque cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos.” (v. 10)

En otras palabras, no basta con evitar los grandes pecados visibles. Si despreciamos o menospreciamos a alguien, ya hemos quebrantado la ley del amor. Nuestra fe se mide, no solo por nuestra doctrina, sino por nuestro trato hacia los demás.

Por eso Santiago concluye:

“Así hablad, y así haced, como los que habéis de ser juzgados por la ley de la libertad. Porque juicio sin misericordia se hará con aquel que no hiciere misericordia; y la misericordia triunfa sobre el juicio.” (vv. 12–13)

La “ley de la libertad” no es un permiso para hacer lo que queramos, sino una invitación a vivir conforme al amor que nos ha liberado.
Seremos juzgados por esa ley, la ley de Cristo, que nos llama a amar como fuimos amados.

Jesús lo dijo en palabras similares:

“Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.” (Mateo 5:7)
“Si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará.” (Mateo 6:15)

Cuando mostramos misericordia, revelamos que hemos comprendido la misericordia que se nos dio. Cuando amamos sin distinción, mostramos que nuestro corazón ha sido regenerado por el evangelio.

Un corazón que ha gustado la gracia de Dios no puede seguir mirando a las personas como antes. No puede verlas con cálculo o preferencia. Simplemente ama, porque ha sido amado sin medida.

 

Conclusión

La fe verdadera no hace acepción de personas.
No se puede creer en Cristo y al mismo tiempo discriminar a los demás.
La fe en Cristo es incompatible con el favoritismo, porque discriminar es negar el corazón mismo del evangelio.

El amor que hemos recibido de Dios debe reflejarse en un amor sin distinción.
El trato que damos a otros —especialmente a los más pequeños, a los que el mundo desprecia— revela cuánto entendemos de la gracia que nos alcanzó.

El trato que damos a otros —especialmente a los más pequeños, a los que el mundo desprecia— revela cuánto entendemos de la gracia que nos alcanzó.

Santiago nos recuerda que seremos juzgados por la “ley de la libertad”, y que la misericordia triunfa sobre el juicio. Cada vez que miramos a otro ser humano con compasión, cada vez que rompemos las barreras del prejuicio y extendemos gracia, estamos viendo con los ojos del Señor.

Que Dios nos conceda un corazón así: un corazón que ve, ama y sirve como Él.

 

DEJA TU COMENTARIO

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

0 %