Artículo

Pasiones destructivas: Cuando el conflicto revela nuestro corazón

“¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros? Codiciáis, y no tenéis; matáis y ardéis de envidia, y no podéis alcanzar; combatís y lucháis, pero no tenéis lo que deseáis, porque no pedís. Pedís, y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites. ¡Oh almas adúlteras! ¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios. ¿O pensáis que la Escritura dice en vano: El Espíritu que él ha hecho morar en nosotros nos anhela celosamente? Pero él da mayor gracia. Por esto dice: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes. Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo, y huirá de vosotros. Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros. Pecadores, limpiad las manos; y vosotros los de doble ánimo, purificad vuestros corazones. Afligíos, y lamentad, y llorad. Vuestra risa se convierta en lloro, y vuestro gozo en tristeza. Humillaos delante del Señor, y él os exaltará.” 

Santiago 4:1–10

 

¿Solo cosas de niños?

Dos niños juegan juntos mientras un adulto los observa. Uno de ellos toma una pelota verde —hay varias iguales cerca— pero el otro niño quiere justo esa. Se inicia una pelea. El adulto intenta intervenir, explicar que no vale la pena discutir por algo tan trivial. Pero, ¿pueden los niños entenderlo?

Quizás sonreímos al ver esta escena porque la consideramos típica de la infancia. Sin embargo, si somos honestos, muchos de nuestros conflictos como adultos no son muy distintos. Las discusiones familiares, los roces en la iglesia, los desacuerdos laborales… muchas veces surgen por razones igual de irracionales. Detrás de esos pleitos, ¿qué hay? ¿Qué revelan sobre nosotros?

Santiago, en su carta, nos hace ver que los conflictos no nacen de afuera, sino de dentro. Lo que genera guerras y pleitos entre nosotros no es simplemente el contexto, sino nuestras propias pasiones desordenadas. Deseamos cosas, las buscamos, las envidiamos… y cuando no las conseguimos, nos frustramos, luchamos y terminamos enfrentándonos unos a otros.

La raíz del conflicto está en el corazón

La pregunta con la que comienza Santiago 4 es directa: “¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros?” Y la respuesta apunta al corazón. Nuestros deseos —hedoné, dice el texto griego, de donde proviene la palabra “hedonismo”— libran una batalla dentro de nosotros. No son solo deseos superficiales, sino pasiones que nos dominan, que nos arrastran, que gobiernan nuestras emociones y nuestras decisiones.

Santiago no suaviza su diagnóstico. Describe cómo codiciamos, envidiamos, odiamos, combatimos. Incluso cuando oramos, lo hacemos desde ese mismo corazón centrado en uno mismo. “Pedís, y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites”. Es posible tener una vida religiosa activa y, sin embargo, estar impulsados por el egoísmo más profundo. Oramos, sí, pero lo hacemos buscando nuestro propio placer, como si Dios fuera un sirviente de nuestros caprichos.

Lo que Santiago está señalando no es simplemente mala conducta. Está desenmascarando una actitud interior, una orientación del alma que se centra en sí misma, que vive buscando satisfacer sus deseos sin importar el daño que cause. Y eso, inevitablemente, termina rompiendo nuestras relaciones. Un corazón que gira en torno a su propio yo no puede construir paz verdadera. Solo puede provocar guerras y pleitos.

No solo contra otros: también contra Dios

Lo más impactante del pasaje es que Santiago no se queda en lo horizontal. No habla solo de conflictos entre personas. Da un paso más y nos muestra que el verdadero problema es vertical. No estamos en guerra solo con otros, sino también con Dios.

“¡Oh almas adúlteras!” —así comienza el siguiente versículo—. Una frase fuerte, con ecos proféticos. En el Antiguo Testamento, Dios usó repetidamente el lenguaje del adulterio para describir la infidelidad de su pueblo. Israel no solo pecaba; lo hacía alejándose de su Dios para entregarse a otros “amores”: ídolos, naciones, placeres.

Santiago retoma ese tono para hablar a sus lectores. Cuando vivimos para nuestros propios deleites, cuando buscamos satisfacer nuestros deseos por encima de todo, estamos mostrando que somos amigos del mundo. Y esa amistad es enemistad contra Dios. No se puede tener una doble lealtad. No se puede servir a dos señores. El que vive para sí mismo, aunque afirme creer, en realidad se ha puesto del otro lado.

Detrás de cada ídolo moderno —la carrera, la imagen, el éxito, la influencia, la comodidad— se oculta la misma lógica: un corazón que se ha reemplazado a Dios por sí mismo. Lo más triste es que muchos creen estar bien con Dios mientras viven de esa manera. Pero Santiago lo deja claro: el que ama al mundo se constituye enemigo de Dios. No hay punto medio. No hay neutralidad. Hay que elegir.

Y en medio de esa denuncia, aparece una frase algo enigmática: “¿O pensáis que la Escritura dice en vano: El Espíritu que él ha hecho morar en nosotros nos anhela celosamente?” Aunque no hay un versículo literal que diga esto, la idea está en toda la Escritura. Dios es un Dios celoso, no porque sea inseguro, sino porque nos ama con un amor apasionado y total. Él no comparte el trono del corazón. Nos quiere para Él. Y su Espíritu en nosotros libra una batalla contra nuestra carne, porque no se resigna a que vivamos en la tibieza.

La gracia que es más grande que nuestro pecado

Pero entonces, ¿qué esperanza hay? ¿Qué puede hacer alguien que descubre que su corazón está lleno de egoísmo, que vive centrado en sí mismo, que está enemistado con Dios? La respuesta es tan poderosa como sencilla:
“Pero Él da mayor gracia.”

No hay pecado que supere la gracia de Dios. No hay orgullo tan profundo que escape a su misericordia. Él se opone al soberbio, sí, pero da gracia al humilde. Aquel que se postra, que deja de justificarse, que reconoce su necesidad, encuentra en Dios no un juez con el dedo levantado, sino un Padre dispuesto a restaurar.

Esa restauración, sin embargo, no es automática. Santiago nos llama a actuar: someternos a Dios, resistir al diablo, acercarnos a Dios. Someterse es rendirse. Es reconocer que no tenemos el control, que no somos suficientes, que necesitamos ser guiados. Resistir al diablo no es una lucha mística abstracta: es simplemente no ceder más a esas pasiones que antes gobernaban nuestra vida. Y al acercarnos a Dios, descubrimos algo asombroso: Él se acerca a nosotros.

Pero esa cercanía requiere limpieza. Santiago lo dice con claridad: “Pecadores, limpiad las manos; y vosotros los de doble ánimo, purificad vuestros corazones.” No se trata solo de modificar conductas externas, sino de ser transformados desde adentro. Nuestras acciones y nuestras intenciones deben ser limpiadas. Ya no podemos seguir con un corazón dividido, que dice una cosa y vive otra.

Por eso el llamado es fuerte: “Afligíos, lamentad, llorad.” No es un llamado al ritualismo, sino al arrepentimiento genuino. A dejar de tomar las cosas de Dios a la ligera. A dejar la risa superficial y buscar el lloro que nace de reconocer nuestra maldad. A cambiar la alegría cínica por la tristeza que lleva a la vida. Porque solo cuando lloramos nuestro pecado, podemos abrazar de verdad la gracia.

La conclusión es tan contundente como hermosa: “Humillaos delante del Señor, y Él os exaltará.” No hay exaltación sin humillación. No hay restauración sin arrepentimiento. Pero cuando nos rendimos, cuando reconocemos lo que somos, cuando dejamos de luchar y simplemente caemos a sus pies… entonces Él nos levanta. Entonces, el enemigo de Dios se convierte en su amigo. El orgulloso en quebrantado. El esclavo de sus pasiones en hijo libre por la gracia.

Una última palabra al corazón

El mensaje de Santiago no es cómodo. Nos obliga a mirar hacia dentro y reconocer que los conflictos que vivimos no son solo malos entendidos ni simples desacuerdos. Son síntomas de un corazón desalineado. La guerra comienza dentro. Y lo más grave es que no solo nos enfrenta con otros, sino con Dios mismo.

Pero no termina ahí. Nos recuerda que hay gracia, y esa gracia es mayor que cualquier pecado. Para el que no conoce a Cristo, es una invitación urgente: tus luchas, tu insatisfacción, tu enojo constante, tienen una raíz más profunda —y un Salvador dispuesto a rescatarte.

Y para el creyente, es una advertencia amorosa: no puedes vivir dividido. No puedes seguir a Cristo y al mismo tiempo alimentar tu orgullo y tus pasiones. La vida cristiana es, y siempre será, una vida de humildad. No hay otro camino.

Hoy es un buen día para volver al Señor. Porque Él da mayor gracia.

 

DEJA TU COMENTARIO

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

0 %